miércoles, 18 de enero de 2006

Mirar en los sesenta *

Las primeras películas de mi vida fueron en blanco y negro. A mis seis años el mundo se había multiplicado haciendo un espacio de luces y de voces: Joselito, Tarzán, Cantinflas, Clavillazo. Luego se desgranaron las películas del México rural, las protagonizadas por los hermanos Aguilar y el entrañable Fernando Soto “Mantequilla”, con aquellos caballos briosos y trajes elegantes de charro, guitarras, cohetes y mujeres rudas pero seductoras. Películas como aquella sobre la leyenda de Chucho el roto con Luis Aguilar o la terrible Sangre y Arena de 1941, basada en la novela de Blasco Ibáñez, no aquella del cine mudo (que no es mi época) cuando Roberto Valentino hacía furor, sino la versión de Rouben Mamoulian con la diva Rita Hayworth, quedaron para siempre en mi memoria, porque esas cintas eran las que llegaban al cine Roxy, cuyas altas paredes hacían soñar a los niños e imaginar cómo sería la película que adentro se estaba exhibiendo en aquel Roboré de fines de los sesenta.



El cine era entonces la maravilla, especialmente en Bolivia adonde la televisión –país bendecido en éste y en muchos casos- demoró en llegar. Se trataba de magia pura. Arrebatados por las imágenes, no reparábamos ni en los defectos que seguramente introducía la pantalla, hecha de una vetusta tela remendada y malamente fijada entre las dos vigas que hacían de bastidor. A falta de techo, el cine se proyectaba bajo las estrellas, a partir de las ocho y media, prevenidos de que la energía eléctrica solamente se mantenía hasta las once de la noche.

Al salir de la sala –así podemos llamar a aquel canchón con piso de tierra y bancos de listones que yo recuerdo enormemente extensos-, si la película era largo metraje, la gente se apresuraba para alcanzar a llegar a casa antes del implacable corte de luz que era preciso y puntual pues estaba gobernado por uno de los funcionarios del ferrocarril. Así la relación de la luz eléctrica y el cine hizo su entrañable relación en nuestras almas, más allá de la tecnología.

Al rodarse las cintas las películas sufrían uno o dos cortes por sesión, aquello era parte de la fiesta. Se encendían los faroles, mientras la gente zapateaba y abucheaba exigiendo la restitución. Para reparar las cintas los operadores cortaban parte de la película –algunos centímetros- que después venían a resultar joyas para los niños. Se trataba de los famosos pelis, que así llamábamos a los pedacitos de película que mostraban como en una transparencia imágenes fijas que cortábamos con cuidado, y que venían a engrosar nuestros tesoros, base fundamental del juego cotidiano y de nuestras apuestas en el suelo de tierra, a la sombra de uno de los tajibos de la plaza.

En aquellos remotos sesenta, el cine era la religión. Los niños, apretados contra el muro de una de las casas se narraban con cara circunspecta y ojos extremadamente abiertos, repitiendo los relatos de la servidumbre, las escenas de Drácula, la del famoso Christopher Lee que nuestros padres no nos dejaron ir a ver, pero que siempre nombrábamos, pues para decir que algo era extremadamente bueno, los niños decían “es superior a Drácula”, un vampiro, según me dijeron, que se nos presenta siniestro, seductor e impecable. Allí estaba entonces escondido el cine que nos estaba vedado, el de las películas prohibidas por exhibir algún trance de sexo supuestamente escabroso –hoy cualquier publicidad superaría las mojigatas escenas de aquellos tiempos- y el impresionante mundo del terror, que hacía a nuestras almas saltar hasta el abismo del miedo psicológico, fascinados, claro está, por el agujero de luz que se estacionaba detrás de las paredes del cine Roxy.

*Escribe: Gary Daher Canedo

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